Para entender la obra del director ruso Andrei Tarkovsky, vale con leer el nombre que le puso al libro en el que nos describe su manera de ver el cine: «Esculpir el tiempo». El tiempo, una de las paradojas más fascinantes y misteriosas del universo, fue su gran aliado.
Desde su magistral punto de vista, el director era un escultor que arrancaba pedazos de tiempo. Su manera de narrar consistía en coger una vida e ir quitándole los trozos sobrantes, hasta quedarse con una película. El cine le permitía captar el tiempo tal cual él lo entendía, no como una abstracción sino como su una realidad subjetiva.
Es la relatividad del tiempo con la que Tarkovsky jugaba en sus películas para narrar, como si de poemas se tratase, sus pensamientos y los recuerdos de sus personajes, a través de los suyos propios.
«La idea de infinito no puede ser expresada en palabras o descrita, pero puede ser aprehendida a través del arte, que hace tangible lo infinito. Sólo se puede llegar a lo absoluto a través de la fe o del acto creativo«.
El cine de Tarkovsky no es fácil de ver. Sus imágenes parecen instantáneas en las que el tiempo se detiene y la quietud nos atrapa. En ese momento el cansancio hace mella en el espectador y no es extraño adentrarse en el mundo de los sueños. Sin embargo, es aquí, en el mundo onírico de cada espectador, donde el gran maestro ruso quería que sus películas se completasen y se perfeccionasen. En un empeño por fundir el mundo real con el imaginario.
Ingmar Bergman, declaró, «Tarkovsky para mí es el más grande, el que inventó un nuevo lenguaje, fiel a la naturaleza del cine ya que capta la vida como un reflejo, la vida como un sueño».
Su obra era, por tanto, una poesía espiritual. «Cuando hablo de poesía no estoy pensando en ella como un género. La poesía es una conciencia del mundo, una forma particular de relacionarse con la realidad… Un artista así puede discernir las líneas del diseño poético del ser. Es capaz de ir más allá de las limitaciones de la lógica coherente, y comunicar la profunda complejidad y la verdad de las conexiones impalpables y los fenómeno ocultos de la vida«.
Su manera de narrar, como si contemplara, elevaba los sentidos hasta el límite de lo que llamamos trascendencia. Por medio de una cuidada y mágica luz, creaba puertas espacio-temporales hacia los recuerdos de vidas ajenas.
«Debo decir que la acción externa, las intrigas y la conexión entre los acontecimientos no me interesan para nada, y que en cada película me van interesando menos. Lo que realmente me preocupa es el mundo interior de las personas. Por eso me resultó algo completamente natural lanzarme al viaje hacia el interior del alma de mi héroe, en la filosofía que lo sustenta, en las tradiciones culturales y literarias en que se basan sus fundamentos internos«.
Tarkovsky fue un revolucionario del cine. Uno de los pocos artistas que, como varios de sus admirados Buñuel, Kurosawa, Bergman o Antonioni, quisieron crear un lenguaje único, alejado de las influencias de las otras artes. Quería un cine carente de símbolos y sentidos ocultos. Basado en la imagen, en la lógica de lo poético y, sobretodo, en la fijación del tiempo cinematográfico.
Por todo esto, no era de extrañar que el director ruso fuera un gran fotógrafo. Sus instantáneas hablan de lo cotidiano, de su entorno, de su familia, de sus recuerdos. Y lo hacen por medio de la magia que sólo los grandes poetas pueden ver.
Sus imágenes son ventanas al pasado que, por medio de colores y tonos apagados, de luces y de sombras, nos hablan de una melancolía. De la nostalgia de detener el tiempo. De retratar un momento que nunca se repetirá.
Muy en el espíritu de su trabajo con imágenes en movimiento, sus fotos captan la naturaleza, las personas y la luz en imágenes que brillan con la singular humanidad, que impregna sus películas.
Cabe imaginar a Tarkovsky cautivado por el mágico proceso de revelado de las Polaroids. Cabe pensar en el director ruso asociando esa materialización instantánea de la imagen, con los procesos mentales que una persona realiza al intentar evocar un recuerdo. Es algo asociativo y misterioso que el cine y la persona de Andrei Tarkovsky tenían muy presente.
Todo empezó cuando Tarkovsky viajó a Italia para preparar el rodaje de Nostalgia, allí su amigo, el director Michelangelo Antonioni, le regaló una cámara Polaroid. Entonces ya era el director ruso más prestigioso desde Einsenstein. Acababa de ganar el León de Oro de Venecia con La infancia de Iván (1962), y la admiración hacia su cine crecía tanto como su halo de misterio que generaba su obra.
Sin saberlo, estas fotografías se convirtieron en sus últimos recuerdos de su Rusia natal. Una vez acabado el rodaje de Nostalgia, el director se quedó exiliado en Italia. Las autoridades soviéticas cada vez estaban menos conformes con su cine y le sometían a grandes presiones para hacer cine propagandístico.
Las Polaroids de Tarkovsky son las fotos de alguien que está despidiéndose sin saberlo y, sin embargo, en ellas ya se ve el dolor de la pérdida.
En total tomó cerca de 200 Polaroids entre los años 79 y 83. De las cuales el Instituto Internacional Andrei Tarkovsky de Florencia, seleccionó 60 instantáneas, con el que posteriormente se editó el libro Instant Light. Las fotos están tomadas entre Rusia e Italia.
Se fue hace más de 20 años, en 1986 en París, a la edad de 54. Arrasado por la sensación de desarraigo, y la pena de sentirse un director incomprendido. Con una estela de ocho obras maestras del celuloide, el director ruso Andréi Tarkovski es un mito en la historia universal del cine.
«En 1977, durante la ceremonia de mi boda en Moscú apareció Tarkovsky con una cámara Polaroid. Había descubierto recientemente este aparato y estuvo usándolo con regocijo entre nosotros. Él y Antonioni fueron mis testigos de boda. Según la costumbre de aquella época eran ellos quienes tenían que elegir la música que sonaría en el momento de firmar los documentos de matrimonio. Escogieron el Danubio azul. Por entonces Antonioni también solía usar una Polaroid. Recuerdo que en el curso de una localización de exteriores en Uzbekistán donde queríamos rodar un film —que finalmente no hicimos— regaló a tres ancianos musulmanes las fotos que les había tomado. El más viejo, nada más verlas se las devolvió con estas palabras: «¿Qué hay de bueno en parar el tiempo?». Este rechazo desacostumbrado nos sorprendió tanto que no supimos contestar.Tarkovsky pensó mucho sobre el «vuelo» del tiempo, y quería conseguir una sola cosa: pararlo —aunque solo fuera por un instante, en las imágenes de la Polaroid».
Para saber más de Tarkovsky, podéis leer este artículo de Jot Down.